La zona que nos sube a Begoña por Zabalbide era un lugar de campas, senderos y caminos entrelazados donde aparte del que da nombre a la calle Zabalbide (Camino ancho) había otro apartado y escondido que las parejas usaban cuando la tarde enlutaba, que no se el porqué le llamaban el de la “Sesta felicidad” cosa que no era difícil de adivinar por lo apartado, solitario y el arrullo constante de los palomos enamorados, que los más “castrones” de mi banda entre risas y gestos obscenos decíamos “van a meterse mano” y las más lelas y sinsorgas hacer cochinadas pecaminosas.
En nuestras largas tardes de algarabías sin el consentimiento de las madres nos perdíamos adrede por estos “andurriales” para visitar aquella casa encantada, tal como la llamábamos de oídas a nuestros padres, y de paso vigilar a escondidas el calenturiento sofoco de los palomos.
Un palacio en ruinas lleno de cuentos y fantasías donde a los más kakanarros se nos negaba la entrada, pero la violábamos entre jaros de espinosas zarzas y urticantes ortigas, para quedar sorprendidos ante un vergel de exóticas plantas desconocidas, un jardín de mil variopintas plantas traídas por algún indiano de tierras americanas.
Los llamados indianos eran emigrantes a tierras lejanas en busca de fortuna, que siempre se encariñan con su pueblo cuando volvían ricos a su lugar de nacimiento, donde antes fueron pobres de solemnidad y no tenían donde caerse muertos.
Esta era la manera de proceder para demostrar su cambio de posición y acaudalada fortuna, y el procedimiento para sentirse satisfechos al ver que otros seguían siendo pobres a pesar del tiempo transcurrido desde su partida.
A su llegada, compraban enormes fincas y construían ostentosos palacetes como el que nos ocupa. Palacios ajardinados con una flora traída de países lejanos, algo nunca visto por los paisanos del entorno y asombro del pueblo al que le dedica parte de su incalculable fortuna con obras y donaciones normalmente humanas y desinteresadas.
Aclarado lo del indiano, prosigo con el frondoso jardín de este palacio encantado.
Un vergel que hacían del entorno un paisaje selvático de fantasía, misterio y fábula, con una inmensa flora de blancos tulipanes de hojas carnosas, castaños de india, laureles y robles, palmeras altivas de crestas alborotadas, alargados e interminables abetos que con los eucaliptos como buenos bilbaínos apostaban quién era el primero en tocar el cielo, laberintos intransitables de cañas indomables de bambú, que el viento meloso en forma de brisa en su bajada de Artxanda por nada las doblegaba a sus caprichosas intenciones.
Alargados paseos de tierra esponjosa y blanda con recias tapias de piedra trasnochada bajo la frescura permanente del musgo verde, hiedras de hojas carnosas y enredaderas caprichosas desparramadas a sus anchas por las ruinosas tapias.
Todo el entorno del palacio era una fortaleza de zarzas, jaros espinosos y ortigas sádicas para martirizar a los intrusos que osábamos turbar su silencioso sueño monacal.
Casa-palacio encantado que nos suscitaba temor y recelo, y a su vez un regustillo agridulce y placentero, sobre todo cuando luego a los más “canguelos” en el recreo de Briñas les contábamos con todo detalle inventado nuestras correrías entre misterios y fantasmas, que según oídas a nuestras madres, hacía muchos años que moraban y correteaban dando gritos aterradores por los pasillos acristalados de grandes ventanales, otros deambulaban por la terraza gimiendo encadenados con largas túnicas andantes sin ojos, boca, cara ni manos. Los niños; ajenos a los acontecimientos, pero con cierto recelo, haciendo caso omiso de los cuentos, jugábamos por sus jardines tenebrosos al hinque, al vale (escondite). Y las niñas entre risas y canciones chillonas jugaban a las tabas y saltaban a la comba en una pequeña plaza asfaltada, hasta que la luz de las farolas de la cercana Begoña nos avisaba del fin de la tarde y dábamos la excursión por terminada. Y “catapún chinchín” caminito de casa, que mi ama inquieta con la cena en la mesa hace largo tiempo impaciente me espera, con cara de pocos amigos y zapatilla en mano dispuesta a “sobarme la badana” si no “piaba” el lugar y la causa de mí tardanza.
Me he enrollado con el morbo del palacio y ahora me percato que he dejado en el tintero quien era el dueño del palacio que da nombre a una calle de Santutxu (Final de Santa Clara) nada más cruzar Zabalbide.
Era Amadeo Deprit Lasa último alcalde de la República de Begoña, nació en Begoña, el día 26 de marzo de 1900. Descendiente de una familia de cristaleros belgas que se establecieron en la Villa, con residencia en la calle Santutxu cerca del Karmelo.
Parrita
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